CONSIDERACIONES FILOSÓFICAS SOBRE EL FANTASMA DIVINO, SOBRE EL MUNDO REAL Y SOBRE EL HOMBRE



CAPÍTULO 1

 

EL SISTEMA DEL MUNDO

 

 

 

No es este el lugar para entrar en especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del ser. Pero como me veo forzado a emplear a menudo la palabra naturaleza, creo deber decir aquí lo que entiendo por ella. Podría decir que la naturaleza es la suma de todas las cosas realmente existentes. Pero eso me daría una idea completamente muerta de la naturaleza, que se presenta a nosotros, al contrario, todo movimiento y toda vida. Por lo demás, ¿qué es la suma de las cosas? Las cosas que son hoy no serán mañana; mañana se habrán no perdido, sino enteramente transformado. Me acercaré, pues, mucho más a la verdad diciendo que la naturaleza es la suma de las transformaciones reales de las cosas que se producen y que se producirán incesantemente en su seno; y para dar una idea un poco más determinada de lo que pueda ser esa suma o esa totalidad, que llamo la naturaleza, enunciaré, y creo poderla establecer como un axioma, la proposición siguiente:

 

Todo lo que es, los seres que constituyen el conjunto indefinido del universo, todas las cosas existentes en el mundo, cualesquiera que sea por otra parte su naturaleza particular, tanto desde el punto de vista de la calidad como de la cantidad, las más diferentes y las más semejantes, grandes o pequeñas, cercanas o inmensamente alejadas, ejercen necesaria e inconscientemente, sea por vía inmediata y directa, sea por transmisión indirecta, una acción y una reacción perpetuas; y toda esa cantidad infinita de acciones y de reacciones particulares, al combinarse en un movimiento general y único, produce y constituye lo que llamamos vida, solidaridad y causalidad universal, la naturaleza.

 

Llamad a eso dios, lo absoluto, si os divierte, qué me importa, siempre que no deis a esa palabra, dios, otro sentido que el que acabo de precisar: el de la combinación universal, natural, necesaria y real, pero de ningún modo predeterminada ni preconcebida, ni provista, de esa infinidad de acciones y de reacciones particulares que todos las cosas realmente existentes ejercen incesantemente unas sobre otras. Definida así la solidaridad universal, la naturaleza, considerada en el sentido del universo sin límites, se impone como una necesidad racional a nuestro espíritu; pero no podremos abarcarla nunca de una manera real, ni siquiera por la imaginación, y menos reconocerla. Porque no podemos reconocer más que esa parte infinitamente pequeña del universo que nos es manifestada por nuestros sentidos; en cuanto al resto, lo suponemos, sin poder constatar realmente su existencia.

 

Claro está que la solidaridad universal, explicada de ese modo, no puede tener el carácter de una causa absoluta y primera; no es, al contrario, más que una resultante1, producida y reproducida siempre por la acción simultánea de una infinidad de causas particulares, cuyo conjunto constituye precisamente la causalidad universal, la unidad compuesta, siempre reproducida por el conjunto indefinido de las transformaciones incesantes de todas las cosas que existen y, al mismo tiempo, creadora de todas las cosas; cada punto obrando sobre el todo (he ahí el universo producido), y el todo obrando sobre cada parte (he ahí el universo productor o creador).

 

Habiéndolo explicado así, puedo decir ahora, sin temor a dar lugar a ningún malentendido, que la causalidad universal, la naturaleza, crea los mundos. Es ella la que ha determinado la configuración mecánica, física, química, geológica y geográfica de nuestra Tierra, y que, después de haber cubierto su superficie con todos los esplendores de la vida vegetal y animal, continúa creando aún, en el mundo humano, la sociedad con todos sus desenvolvimientos pasados, presentes y futuros.

Cuando el hombre comienza a observar con una atención perseverante y seguida esa parte de la naturaleza que le rodea y que encuentra en sí mismo, acaba por apercibirse que todas las cosas son gobernadas por leyes que le son inherentes y que constituyen propiamente su naturaleza particular; que cada cosa tiene un modo de transformación y de acción particular; que en esa transformación y esa acción hay una sucesión de fenómenos y de hechos que se repiten constantemente, en las mismas circunstancias dadas, y que, bajo la influencia de circunstancias determinadas, nuevas, se modifican de una manera igualmente regular y determinada. Esa reproducción constante de los mismos hechos por los mismos procedimientos constituye propiamente la legislación de la naturaleza: el orden en la infinita diversidad de los fenómenos y de los hechos.

 

La suma de todas las leyes, conocidas y desconocidas, que obran en el universo, constituye la ley única y suprema. Esas leyes se dividen y se subdividen en leyes generales y en leyes particulares y especiales. Las leyes matemáticas, mecánicas, físicas y químicas, por ejemplo, son leyes generales que se manifiestan en todo lo que es, en todas las cosas que tienen una real existencia, leyes que, en una palabra, son inherentes a la materia, es decir al ser real y únicamente universal, el verdadero substratum de todas las cosas existentes. Añadiré también que la materia no existe nunca y en ninguna parte como substratum, que nadie ha podido percibirla bajo esa forma unitaria y abstracta; que no existe y no puede existir más que bajo una forma mucho más concreta, como materia más o menos diversificada y determinada.

 

Las leyes del equilibrio, de la combinación y de la acción mutua de las fuerzas o del movimiento mecánico; las leyes de la pesadez, del calor, de la vibración de los cuerpos, de la luz, de la electricidad, tanto como las de la composición y de la descomposición química de los cuerpos, son absolutamente inherentes a todas las cosas que existen, sin exceptuar de ningún modo las diferentes manifestaciones del sentimiento, de la voluntad y del espíritu; pues estas tres cosas, que constituyen propiamente el mundo ideal del hombre, no son más que funcionamientos completamente materiales de la materia organizada y viva, en el cuerpo del animal en general y sobre todo del animal humano en particular2. Por consiguiente, todas esas leyes son leyes generales, a las cuales están sometidos todos los órdenes conocidos y desconocidos de existencia real en el mundo.

 

Pero hay leyes particulares que no son propias más que a ciertos órdenes particulares de fenómenos, de hechos y de cosas, y que forman entre sí sistemas o grupos aparte: tales son, por ejemplo, el sistema de las leyes geológicas; el de las leyes de la organización animal; en fin, el de las leyes que presiden el desenvolvimiento social e ideal del animal más perfecto de la Tierra, el hombre. No se puede decir que las leyes que pertenecen a uno de esos sistemas sean absolutamente extrañas a las que componen los otros sistemas. En la naturaleza, todo se encadena mucho más íntimamente de lo que se piensa en general, y de lo que quizás quisieran los pedantes de la ciencia, en interés de una mayor precisión en su trabajo de clasificación. Pero, sin embargo, se puede decir que tal sistema de leyes pertenece mucho más a tal orden de cosas y de hechos que a otro, y que si, en la sucesión en que las he presentado, las leyes que dominan en el sistema procedente continúan manifestando su acción en los fenómenos y las cosas que pertenecen a todos los sistemas que siguen, no existe acción retrógrada de las leyes de los sistemas siguientes sobre las cosas y los hechos de los sistemas precedentes. Así, la ley del progreso, que constituye el carácter esencial del desenvolvimiento social de la especie humana, no se manifiesta de ningún modo en la vida exclusivamente animal, y aun menos en la vida exclusivamente vegetal; mientras que todas las leyes del mundo vegetal y del mundo animal se encuentran, sin duda, modificadas por nuevas circunstancias, en el mundo humano.

 

En fin; en el seno mismo de esas grandes categorías de cosas, de fenómenos y de hechos, así como de las leyes que le son particularmente inherentes, hay aún divisiones y subdivisiones que nos muestran esas mismas leyes particularizándose y especializándose más y más, acompañando, por decir así, la especialización más y más determinada, -y que se vuelve más restringida a medida que se determina más-, de los seres mismos.

 

El hombre no tiene, para constatar todas esas leyes generales, particulares y especiales, otro medio que la observación atenta y exacta de los fenómenos y de los hechos que se suceden tanto fuera de él como en él mismo. Distingue en ellos lo que es accidental y variable de lo que se reproduce siempre y en todas partes de una manera invariable. El procedimiento invariable por el cual se reproduce constantemente un fenómeno natural, sea exterior, sea interior; la sucesión invariable de los hechos que lo constituyen, son precisamente lo que llamamos la ley de ese fenómeno. Esa constancia y esa repetición no son, sin embargo, absolutas. Dejan un vasto campo a lo que llamamos impropiamente las anomalías y las excepciones -manera de hablar muy poco justa, porque los hechos a los cuales se refiere prueban solamente que esas reglas generales, reconocidas por nosotros como leyes naturales, no siendo más que abstracciones deducidas por nuestro espíritu del desenvolvimiento real de las cosas, no están en estado de abarcar, de agotar, de explicar toda la infinita riqueza de ese desenvolvimiento.

 

Esa multitud de leyes tan diversas, y que nuestra ciencia separa en categorías diferentes, ¿forman un solo sistema orgánico y universal, un sistema en el cual se encadenan lo mismo que los seres de quienes manifiestan las transformaciones y los desenvolvimientos? Es muy probable. Pero lo que es más que probable, lo que es cierto, es que no podremos llegar nunca, no sólo a comprender, sino sólo a abarcar ese sistema único y real del universo, sistema infinitamente extenso por una parte e infinitamente especializado por otra; de suerte que al estudiarlo nos detendremos ante dos infinitudes: lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.

 

Los detalles son inagotables. No le será dado nunca al hombre conocer más que una parte infinitamente pequeña de ellos. Nuestro cielo estrellado, con su multitud de soles, no forma más que un punto imperceptible en la inmensidad del espacio, y aunque lo abarquemos con la mirada, no sabemos casi nada de él. Por fuerza, pues, debemos contentarnos con conocer un poco nuestro sistema solar, del cual tenemos que presumir la perfecta armonía con todo el resto del universo, porque si no existiese esa armonía, o bien debería establecerse o bien nuestro mundo solar perecería. Conocemos ya muy bien este último desde el punto de vista mecánico, y comenzamos a conocerlo ya un poco desde el punto de vista físico, químico, hasta geológico. Nuestra ciencia irá difícilmente mucho más allá. Si queremos un conocimiento más concreto, debemos atenemos a nuestro globo terrestre. Sabemos que ha nacido en el tiempo y presumimos que -no sé en qué número indefinido de siglos o de millones de siglos- será condenado a perecer, como nace y perece, o más bien se transforma, todo lo que es.

 

Cómo nuestro globo terrestre, primero materia ardiente y gaseosa, se ha condensado, se ha enfriado; por qué inmensa serie de evoluciones geológicas ha debido pasar, antes de poder producir en su superficie toda esa infinita riqueza de la vida orgánica, vegetal y animal, desde la simple célula hasta el hombre; cómo se ha manifestado y continúa desarrollándose en nuestro mundo histórico y social; cuál es el fin hacia donde marchamos, impulsados por esa ley suprema y fatal de transformación incesante que en la sociedad animal se llama progreso: he ahí las únicas cuestiones que nos son accesibles, las únicas que pueden y que deben ser realmente abarcadas, estudiadas y resueltas por el hombre. No formando más que un punto imperceptible en la cuestión ilimitada e indefinible del universo, esas cuestiones humanas y terrestres ofrecen sin embargo a nuestro espíritu un mundo realmente infinito, no en el sentido divino, es decir, abstracto de esa palabra, no como el ser supremo creado por la abstracción religiosa; infinito, al contrario, por la riqueza de sus detalles, que ninguna observación, ninguna ciencia sabrán apreciar jamás.

 

Para conocer ese mundo, nuestro mundo infinito, la sola abstracción no bastaría. Abandonada a sí misma, nos volvería a llevar infaliblemente al ser supremo, a dios, a la nada, como lo ha hecho ya en la historia, según lo explicaré pronto. Es preciso -aun continuando en la aplicación de esa facultad de abstracción, sin la cual no podríamos elevamos nunca de un orden de cosas inferior a un orden de cosas superior ni, por consiguiente, comprender la jerarquía natural de los seres-, es preciso que nuestro espíritu se sumerja al mismo tiempo, con respeto y con amor, en el estudio minucioso de los detalles y de lo infinitamente pequeño, sin lo cual no podríamos concebir jamás la realidad viviente de los seres. No es, pues, uniendo esas dos facultades, esos dos actos del espíritu en apariencia tan contrarios: la abstracción y el análisis escrupuloso, atento y paciente de los detalles, como podremos elevarnos a la concepción real de nuestro mundo. Es evidente que si nuestro sentimiento y nuestra imaginación pueden darnos una imagen, una representación más o menos falsa de este mundo, sólo la ciencia podrá darnos una idea clara y precisa.

 

¿Cuál es, pues, esa curiosidad imperiosa que impulsa al hombre a reconocer el mundo que le rodea, a perseguir con una infatigable pasión los secretos de esa naturaleza de que él mismo es, sobre esta Tierra, la última y la más perfecta creación? Esta curiosidad, ¿es un simple lujo, un agradable pasatiempo, o bien una de las principales necesidades inherentes a su ser? No vacilo en decir que de todas las necesidades que constituyen la naturaleza del hombre, esa es la más humana, y que el hombre no se distingue efectivamente de los animales de las demás especies más que por esa necesidad inextinguible de saber, que no se hace real y completamente hombre más que por el despertar y por la satisfacción progresiva de esa inmensa necesidad de saber. Para realizarse en la plenitud de su ser, el hombre debe reconocerse, y no se reconoce jamás de una manera completa y real más que en tanto que haya reconocido la naturaleza que le rodea y de la cual es el producto. Por tanto, a menos de renunciar a su humanidad, el hombre debe saber, debe pensar con su pensamiento todo el mundo real, y sin esperanza de llegar nunca al fondo, debe profundizar más y más la coordinación y las leyes, porque su humanidad no existe más que a ese precio. Le es preciso reconocer todas las regiones inferiores, anteriores y contemporáneas a él mismo, todas las evoluciones mecánicas, físicas, químicas, geológicas, vegetales y animales, es decir, todas las causas y todas las condiciones de su propio nacimiento, de su propia existencia y de su desenvolvimiento, a fin de que pueda comprender su propia naturaleza y su misión sobre la Tierra, su patria y su teatro único; a fin de que en este mundo de la ciega fatalidad, pueda inaugurar su mundo humano, el mundo de la libertad.

 

Tal es la tarea del hombre: es inagotable, es infinita y suficiente para satisfacer los espíritus y los corazones más orgullosos y más ambiciosos. Ser efímero e imperceptible, perdido en medio del océano sin orillas de la transformación universal, con una eternidad ignorada tras sí, y una eternidad inmensa ante él, el hombre que piensa, el hombre activo, el hombre consciente de su humano destino, queda en calma y altivo en el sentimiento de su libertad, que conquista emancipándose por sí mismo mediante el trabajo, mediante la ciencia, y emancipando, rebelando a su alrededor, en caso de necesidad, a todos los hombres, sus semejantes, sus hermanos. Si le preguntáis después de eso su íntimo pensamiento, su última palabra sobre la unidad real del universo, os dirá que es la eterna transformación, un movimiento infinitamente detallado, diversificado, y a causa de eso mismo, ordenado en sí, pero sin comienzo, ni límite ni fin. Es, pues, lo contrario absoluto de la providencia: la negación de dios.

 

Se comprende que en el universo así entendido, no pueda hablarse ni de ideas anteriores ni de leyes preconcebidas y preordenadas. Las ideas, incluso la de dios, no existen en esta Tierra más que en tanto que han sido producidas por el cerebro. Se ve, pues, que vienen mucho más tarde que los hechos naturales, mucho más tarde que las leyes que gobiernan esos hechos. Son justas cuando son conformes a esas leyes, falsas cuando le son contrarias. En cuanto a las leyes de la naturaleza, no se manifiestan bajo esa forma ideal o abstracta de ley, más que por la inteligencia humana, cuando, reproducidas por el cerebro, en base a observaciones más o menos exactas de las cosas, de los fenómenos y de la sucesión de los hechos, toman esa forma de ideas humanas casi espontáneas. Anteriormente al nacimiento del pensamiento humano, no son reconocidas como leyes, por nadie, y no existen más que en el estado de procesos reales de la naturaleza, procesos que, como acabo de decirlo más arriba, están siempre determinados por un concurso indefinido de condiciones particulares, de influencias y de causas que se repiten regularmente. Esa palabra naturaleza, excluye, por consiguiente, toda idea mística o metafísica de substancia, de causa final o de creación providencialmente combinada y dirigida.

 

Pero puesto que existe un orden en la naturaleza, debe haber habido necesariamente un ordenador, se dirá. De ningún modo. Un ordenador, aunque fuese un dios, no habría podido sino obstaculizar por su arbitrariedad personal el orden natural y el desenvolvimiento lógico de las cosas; y sabemos bien que la propiedad principal de los dioses de todas las religiones, es ser precisamente superiores, es decir, contrarios a toda lógica natural, y no reconocer más que una sola lógica: la del absurdo y la de la iniquidad. Porque, ¿qué es la lógica, sino el desenvolvimiento natural de las cosas, o bien el proceso natural por el cual muchas causas determinantes, inherentes a esas cosas, producen hechos nuevos?3 Por consiguiente, me será permitido enunciar este axioma tan simple y al mismo tiempo tan decisivo:

 

Todo lo que es natural es lógico, y todo lo que es lógico o bien se encuentra ya realizado, o bien deberá realizarse en el mundo natural, inclusive el mundo social4.

 

Pero si las leyes del mundo natural y del mundo social5 no han sido creadas ni ordenadas por nadie, ¿por qué y cómo existen? ¿Qué es lo que les da ese carácter invariable? He aquí una cuestión que no está en mi poder el resolverla y a la cual, que yo sepa, nadie encontró todavía ni encontrará jamás respuesta. Me engaño: los teólogos y los metafísicos han tratado de responder a ella por la suposición de una causa primera suprema, de una divinidad creadora de los mundos, o al menos, como dicen los metafísicos panteístas, por la de un alma divina o de un pensamiento absoluto encarcelado en el universo y manifestándose por el movimiento y la vida de todos los seres que nacen y que mueren en su seno. Ninguna de esas suposiciones soporta la menor crítica. Me ha sido fácil probar que la de un dios creador de las leyes naturales y sociales contenía en sí la negación completa de esas leyes, hacía su existencia misma, es decir, su realización y su eficacia, imposible; que un dios ordenador de ese mundo debía producir en él necesariamente la anarquía6, el caos; que, por consiguiente, de dos cosas una, o bien dios, o bien las leyes de la naturaleza no existen; y como sabemos de una manera segura, por la experiencia de cada día y por la ciencia, que no es otra cosa que la experiencia sistematizada de los siglos, que esas leyes existen, debemos concluir que dios no existe.

 

Profundizando el sentido de estas palabras: leyes naturales, volveremos, pues, a encontrar que excluyen de una manera absoluta la idea y la posibilidad misma de un creador, de un ordenador y de un legislador, porque la idea de un legislador excluye a su vez, de una manera también absoluta, la inherencia de las leyes en las cosas , y desde el momento que una ley no es inherente a las cosas que gobierna, es necesariamente, en relación a esas cosas, una ley arbitraria, es decir, fundada no en su propia naturaleza, sino en el pensamiento y en la voluntad del legislador. Por consiguiente, todas las leyes que emanan de un legislador, sea humano, sea divino, sea individual, sea colectivo, y aunque fuese nombrado por el sufragio universal, son leyes despóticas, necesariamente extrañas y hostiles a los hombres y a las cosas que deben dirigir: no son leyes, sino decretos a los que se obedece, no por necesidad interior y por tendencia natural, sino porque se está obligado a ello por una fuerza exterior, divina o humana; decretos arbitrarios a los que la hipocresía social, más bien inconsciente que conscientemente, da arbitrariamente el nombre de ley.

 

Una ley no es realmente una ley natural más que cuando es absolutamente inherente a las cosas que la manifiestan a nuestro espíritu; más que cuando constituye su propiedad, su propia naturaleza más o menos determinada, y no la naturaleza universal y abstracta de no sé qué substancia divina o de un pensamiento absoluto; substancia y pensamiento necesariamente extramundiales, sobrenaturales e ilógicos, porque, si no lo fueran, se aniquilarían en la realidad y en la lógica natural de las cosas. Las leyes naturales son los procesos naturales y reales, más o menos particulares, por los cuales existen todas las cosas, y desde el punto de vista teórico son la única explicación posible de las cosas. Por tanto, el que quiera comprenderlas debe renunciar de una vez por todas al dios personal de los teólogos y a la divinidad impersonal de los metafísicos.

 

Pero del hecho que podamos negar con una plena exactitud la existencia de un divino legislador, no se deduce que podamos darnos cuenta del modo cómo se establecieron las leyes naturales y sociales en el mundo. Existen, son inseparables del mundo real, de ese conjunto de cosas y de hechos de que nosotros mismos somos los productos, los efectos, salvo el caso de devenir a nuestra vez causas -relativas- de seres, de cosas y de hechos nuevos. He ahí todo lo que sabemos y, pienso, todo lo que podemos saber. Por otra parte, ¿cómo podríamos encontrar la causa primera, puesto que no existe? ya que lo que hemos llamado la causalidad universal no es más que una resultante de todas las causas particulares que obran en el universo. Preguntar por qué existen las leyes naturales, ¿no equivaldría a preguntar por qué existe el universo -fuera del cual nada existe-, por qué existe el ser? Esto es absurdo.

 

 

 

NOTAS DEL CAPÍTULO 1:

 

1 Como todo individuo humano, en cada instante dado de su vida, no es más que la resultante de todas las causas que han obrado en su nacimiento y también antes de su nacimiento, combinadas con todas las condiciones de su desenvolvimiento posterior, tanto como con todas las circunstancias que obran en él en ese momento.

 

2 Hablo, naturalmente, del espíritu, de la voluntad y de los sentimientos que conocemos, de los únicos que podemos conocer: de los del animal y del hombre el cual, de todos los animales de la Tierra, es -desde el punto de vista general, no del de cada facultad tomada aparte- sin duda el más perfecto. En cuanto al espíritu, a la voluntad y a los sentimientos extrahumanos y extramundanos del ser de que nos hablan los teólogos y los metafísicos, debo confesar mi ignorancia, porque no los encontré nunca y nadie, que yo sepa, ha tenido relaciones directas con ellos. Pero si juzgamos de acuerdo a lo que nos dicen esos señores, ese espíritu es de tal modo incoherente y estúpido, esa voluntad y esos sentimientos son de tal modo perversos, que no vale la pena ocuparse de ellos más que para constatar todo el mal que han hecho sobre la Tierra. Para probar la acción absoluta y directa de las leyes mecánicas, físicas y químicas, sobre las facultades ideales del hombre, me contentaré con plantear esta pregunta: ¿Qué sería de las más sublimes combinaciones de la inteligencia si, desde el momento que el hombre las concibe, se descompusiese solo el aire que respira, o si el movimiento de la Tierra se detuviese, o si el hombre se viese envuelto inopinadamente en una temperatura de 60 grados por encima o por debajo de cero?

 

3 Decir que dios no es contrario a la lógica, es afirmar que, en toda la extensión de su ser, es completamente lógico; que no contiene nada que esté por encima, o lo que quiere decir lo mismo, fuera de la lógica: que, por consiguiente, él mismo no es más que la lógica, nada más que esa corriente o ese desenvolvimiento natural de las cosas reales; es decir, que dios no existe. La existencia de dios no puede, pues, tener otra significación que la de la negación de las leyes naturales; de donde resulta este dilema inevitable: Dios existe, por tanto no hay leyes naturales, no hay orden en la naturaleza, el mundo presenta un caos, o bien: El mundo está ordenado en sí, por tanto, dios no existe.

 

4 No resulta de ningún modo de eso, que todo lo que es lógico o natural sea desde el punto de vista humano, necesariamente útil, bueno y justo. Las grandes catástrofes naturales; los temblores de tierra, las erupciones volcánicas, las inundaciones, las tempestades, las enfermedades pestilenciales, que devastan y destruyen ciudades y poblaciones enteras, son ciertamente hechos naturales producidos lógicamente por un concurso de causas naturales, pero nadie dirá que son bienhechores para la humanidad. Lo mismo pasa con los hechos que se producen en la historia: las más horribles instituciones llamadas divinas y humanas; todos los crímenes pasados y presentes de los jefes, de esos supuestos bienhechores y tutores de nuestra pobre especie humana, y la desesperante estupidez de los pueblos acaptan su yugo; las infamias actuales de los Napoleones III, de los Bismarck, de Alejandro II y de tantos otros soberanos o políticos y militares de Europa y la cobardía increíble de esa burguesía de todos los países que los anima, los sostiene, aun aborreciéndolos desde el fondo de su corazón; todo eso presenta una serie de hechos naturales producidos por causas naturales, y por consiguiente muy lógicos, lo que no les impide ser excesivamente funestos para la humanidad.

 

5 Sigo el uso establecido, separando en cierto modo el mundo social del mundo natural. Es evidente que la sociedad humana, considerada en toda la extensión y en toda la amplitud de su desenvolvimiento histórico, es tan natural y está tan completamente subordinada a todas las leyes de la historia, como el mundo animal y vegetal, por ejemplo, de que es la última y la más alta expresión sobre la Tierra.

 


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